Artículo de información

José Carlos Botto Cayo y Abel Marcial Oruna Rodríguez

31 de noviembre del 2024

El vino, más que una bebida milenaria, es un testigo líquido de la civilización que ha acompañado al ser humano en sus momentos más trascendentales, desde rituales sagrados hasta celebraciones cotidianas. Con cada copa se escriben historias y se forjan vínculos que trascienden fronteras y generaciones, convirtiéndose en el hilo conductor que une ceremonias religiosas, festividades populares y encuentros íntimos. Este néctar, venerado por antiguas civilizaciones y refinado por culturas modernas, ha sido protagonista silencioso de pactos, conquistas y momentos que han definido el curso de la historia.

Es el resultado de la perfecta comunión entre la naturaleza y el ingenio humano, capaz de transformar el simple jugo de uva en un elixir que despierta sensaciones, evoca memorias y une culturas a través del tiempo. Un brebaje que no solo ha sobrevivido al paso de los siglos, sino que ha evolucionado para convertirse en símbolo de refinamiento, tradición y placer compartido, desarrollando un lenguaje propio que habla de terruños, varietales y añadas, pero sobre todo, de la capacidad humana para transformar lo simple en sublime, lo cotidiano en extraordinario. La cultura del vino representa hoy una de las expresiones más sofisticadas de la gastronomía mundial, donde cada botella cuenta una historia única de tierra, clima, tradición y pasión artesanal.

Las primeras gotas de la historia

La humanidad descubrió el vino de manera fortuita, cuando los primeros homínidos observaron cómo la fermentación natural de las uvas silvestres producía un líquido que alteraba los sentidos y proporcionaba placer. Este hallazgo, que los arqueólogos sitúan hace más de 8,000 años en la región del Cáucaso, específicamente en lo que hoy es Georgia, se evidencia en vasijas y tinajas que aún conservan residuos de vino primitivo, elaborado con técnicas rudimentarias pero efectivas. Los recientes descubrimientos arqueológicos en Shulavari han revelado recipientes con restos de vino que contenían resina de pino, un conservante natural que demuestra el ingenio temprano de nuestros antepasados para preservar esta preciada bebida (Rodríguez Plasencia, 2018).

En las fértiles tierras entre el Tigris y el Éufrates, la antigua Mesopotamia vio nacer las primeras culturas organizadas del vino. Los sumerios, hace aproximadamente 7,000 años, ya cultivaban viñedos y desarrollaron técnicas de vinificación que quedaron registradas en tablillas cuneiformes (Rodríguez Plasencia, 2018).

Los antiguos egipcios llevaron el arte de la vinificación a nuevos niveles de sofisticación. En las tumbas de los faraones, especialmente en la necrópolis de Tebas, se han encontrado ánforas selladas con inscripciones detalladas sobre la procedencia del vino, el año de elaboración y hasta el nombre del bodeguero responsable. Este sistema de etiquetado, sorprendentemente moderno para su época, demuestra la importancia que ya tenía la trazabilidad y la calidad del vino en el antiguo Egipto. Las pinturas murales en estas tumbas también nos revelan escenas de vendimia y elaboración del vino, mostrando técnicas que, en algunos casos, no son tan diferentes de las utilizadas en la actualidad (Rodríguez Plasencia, 2018).

La expansión de la viticultura hacia el Mediterráneo occidental fue obra de fenicios y griegos, quienes transportaron no solo las vides y las técnicas de cultivo, sino toda una cultura alrededor del vino. Los fenicios, expertos comerciantes marítimos, establecieron rutas que conectaban las diferentes regiones productoras (Rodríguez Plasencia, 2018).

El vino en las rutas del Imperio

Los romanos transformaron definitivamente la viticultura, convirtiendo el vino en un elemento esencial de su expansión cultural y comercial. Sus legiones no solo llevaban el estandarte imperial, sino también cepas y técnicas de cultivo que plantaban en cada territorio conquistado. El ejército romano necesitaba garantizar el suministro de vino, considerado no solo como bebida sino como elemento purificador del agua y complemento energético de la dieta militar. Así, la vid se extendió desde la península itálica hasta los confines más remotos del Imperio, desde Britania hasta el norte de África, estableciendo las bases de lo que serían las grandes regiones vinícolas europeas. Los hallazgos arqueológicos han revelado la existencia de sofisticados sistemas de cultivo y almacenamiento, desde las villae rusticae especializadas en la producción vinícola hasta los enormes almacenes de ánforas en los principales puertos del Mediterráneo (Riera Palmero, 2014).

Las rutas comerciales del imperio conectaron por primera vez los diferentes estilos y tradiciones vinícolas del Mediterráneo. Los mercaderes fenicios habían sido pioneros en el comercio marítimo del vino, pero fueron los romanos quienes establecieron un verdadero mercado internacional, con denominaciones de origen reconocidas y precios regulados según la calidad y procedencia (Riera Palmero, 2014).

El legado de Roma en la cultura del vino transcendió la caída del Imperio y sobrevivió durante la Edad Media gracias a los monasterios, que preservaron tanto las técnicas de cultivo como los conocimientos de vinificación. Los monjes benedictinos y cistercienses, herederos directos de esta tradición, mantuvieron y perfeccionaron el arte de la viticultura, sentando las bases de los grandes vinos monásticos que darían origen a algunas de las denominaciones más prestigiosas de Europa, desde el Clos de Vougeot en Borgoña hasta los vinos del Priorat en Cataluña. La meticulosa documentación que mantuvieron estos monjes sobre sus prácticas vinícolas constituye hoy una fuente invaluable para comprender la evolución de las técnicas de cultivo y vinificación a lo largo de los siglos, revelando una sofisticada comprensión de la relación entre el terroir, las variedades de uva y los métodos de elaboración que aún hoy fundamenta la producción de los grandes vinos (Riera Palmero, 2014).

La danza de los polos vitivinícolas sudamericanos

La historia del vino en América del Sur es un fascinante relato de desplazamientos y transformaciones, donde el liderazgo en la producción ha ido bailando entre distintas regiones a lo largo de cinco siglos. El Perú colonial emergió como el primer gigante vitivinícola del continente durante los siglos XVI y XVII, con una producción que alcanzaba los 23 millones de litros anuales, sostenida por más de 12 millones de cepas que florecían principalmente en los valles de Ica y Pisco. En estos territorios, los jesuitas jugaron un papel fundamental en el desarrollo de la industria, estableciendo haciendas modelo como la de Lancha, que se convertiría en un referente de la producción vitivinícola colonial (Lacoste, 2004).

La llegada del ferrocarril a Mendoza en 1885 revolucionó el panorama vitivinícola sudamericano. La histórica ciudad cuyana, que había comenzado con modestas 100.000 cepas en el siglo XVII, experimentó un crecimiento explosivo gracias a la combinación de inmigrantes europeos, tecnología moderna y acceso eficiente a los mercados. Este desarrollo transformó a la región en el principal polo vitivinícola de América Latina durante el siglo XX (Lacoste, 2004).

La decadencia de la viticultura peruana, marcada por terremotos, guerras y la seductora llamada del «oro blanco» del algodón, abrió paso al ascenso de Chile como potencia vitivinícola regional. El Reino de Chile, que ya desde el siglo XVIII había comenzado a consolidar su producción, alcanzó su apogeo en el siglo XIX, cuando sus viñedos se extendieron desde el valle de Aconcagua hasta la Araucanía (Lacoste, 2004).

El caso de Brasil representa una historia particular en este panorama sudamericano: su desarrollo vitivinícola comenzó tardíamente, a partir de 1830, pero logró establecerse como el tercer productor más importante de la región, con un enfoque particular en la zona de Sierra Gaucha y, más recientemente, en innovadoras regiones como el Valle del São Francisco, demostrando que la vid puede adaptarse incluso a condiciones tropicales con la tecnología adecuada (Lacoste, 2004).

El vino en el Perú: Entre la tradición colonial y la representación literaria

El Perú ocupó un lugar preponderante en la historia vitivinícola americana durante el período colonial, estableciéndose como el principal polo vitivinícola del continente durante los siglos XVI, XVII y XVIII. La región de Ica, con sus valles fértiles y su clima particular, se convirtió en el epicentro de esta producción, donde se cultivaban más de 12 millones de cepas que producían alrededor de 23 millones de litros de vino. Las haciendas jesuitas, como la de Lancha, se convirtieron en referentes de la producción vitivinícola colonial, desarrollando técnicas específicas de cultivo y elaboración que permitieron aprovechar las condiciones geográficas y climáticas únicas de la costa peruana. El éxito de esta industria temprana se debió tanto a factores naturales como a la existencia de importantes mercados consumidores: por un lado, Lima, la Ciudad de los Reyes, principal capital de América del Sur, caracterizada por su refinamiento y alto poder de consumo; por otro lado Potosí, principal polo minero del mundo en esos años, cuya riqueza generaba una importante demanda de vinos y licores (DARGENT CHAMOT, 2020).

La prominencia vitivinícola comenzó a declinar hacia 1700, agudizándose en los siglos XVIII y XIX debido a múltiples factores. Entre ellos destacaron los desastres naturales como terremotos y pestes, las guerras (incluyendo la de Independencia y la del Pacífico), la expulsión de los jesuitas en 1767, y la autorización para producir y comercializar aguardiente de caña. Un factor decisivo fue la llamada «fiebre del oro blanco», que llevó a la reconversión de los viñedos en algodonales, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, respondiendo a la creciente demanda internacional de algodón impulsada por la Revolución Industrial (Cáceres Yparraguirre, 2018).

Esta transformación en la producción agrícola se reflejó de manera particular en la literatura peruana del siglo XIX y principios del XX. El análisis de las obras literarias del período muestra una paradoja significativa: mientras el Perú había sido una potencia vitivinícola colonial, sus escritores tendieron a privilegiar en sus textos las referencias a vinos europeos por sobre los nacionales. De las 37 referencias a bebidas alcohólicas identificadas en el corpus literario peruano, 29 corresponden a vinos europeos, principalmente franceses, españoles y portugueses, siguiendo el patrón establecido por la literatura europea de la época. Este fenómeno refleja la profunda influencia cultural europea en las élites intelectuales peruanas y su distanciamiento de las tradiciones productivas locales, a pesar de su rico legado vitivinícola colonial (DARGENT CHAMOT, 2020).

Emerge, sin embargo, un elemento distintivo y significativo en la literatura peruana de este período: la valorización del pisco, que aparece mencionado ocho veces en las obras analizadas, representando el 21.6% de las referencias a bebidas alcohólicas. Este reconocimiento literario del pisco fue impulsado principalmente por escritoras como Mercedes Cabello de Carbonera y Clorinda Matto de Turner, quienes incorporaron el destilado en sus obras como elemento de identidad nacional. Esta temprana valorización literaria del pisco por parte de las escritoras peruanas resultó pionera en el contexto sudamericano y sentó las bases para el posterior desarrollo de la industria pisquera y su papel en la gastronomía y diplomacia cultural peruana contemporánea. Resulta especialmente notable que fueran mujeres quienes lideraron este proceso de reconocimiento y valorización del producto local, en contraste con autores masculinos como Ricardo Palma quien, a pesar de su acceso privilegiado a los archivos históricos como director de la Biblioteca Nacional, tendió a omitir las referencias al pisco y privilegiar los vinos españoles en sus escritos (Lacoste, 2004).

Referencias

Cáceres Yparraguirre, H. &. (2018). Caracterización y tipología de fincas productoras de vid para Pisco en la región Ica-Perú. Idesia vol.36 no.3 , 35-43.

DARGENT CHAMOT, E. (2020). El vino peruano y el pisco: una visión histórica. Anuario Jurídico y Económico Escurialense, LIII , 379-396.

Lacoste, P. (2004). La vid y el vino en América del Sur: el desplazamiento de los polos vitivinícolas (siglos XVI al XX). Revista Universum Nº19 Vol.2, 62 – 93.

Riera Palmero, J. (2014). El Vino y la Cultura. ANALES DE LA REAL ACADEMIA DE MEDICINA Y CIRUGÍA DE VALLADOLID . VOLUMEN 51 , 201-240.

Rodríguez Plasencia, J. (2018). Historia del vino (I). Alcántara: revista del Seminario de Estudios, 27-67.