Artículo de información
José Carlos Botto Cayo y Abel Marcial Oruna Rodríguez
1 de mayo del 2025
La historia del Día del Trabajo en el Perú es mucho más que una efeméride; es el resultado de un largo proceso de organización y lucha obrera frente a condiciones de explotación extrema. A inicios del siglo XX, miles de trabajadores enfrentaban jornadas laborales superiores a doce horas, sin derechos sociales ni garantías mínimas. En este contexto de precariedad e injusticia, surgieron movimientos sindicales que, inspirados en experiencias internacionales, comenzaron a reclamar una reforma profunda del sistema laboral. El anhelo por una jornada de ocho horas se convirtió en el emblema de una lucha que unió a obreros, artesanos y estudiantes bajo una misma causa: la dignidad en el trabajo.
La huelga general de enero de 1919, liderada por gremios de Lima y el Callao, abrió una nueva etapa en la historia social peruana. La presión ejercida por la paralización masiva obligó al gobierno de José Pardo y Barreda a reconocer oficialmente la jornada de ocho horas para los trabajadores del Estado, sentando un precedente que se expandiría a todo el país. Desde entonces, el primero de mayo quedó instituido como el Día del Trabajo, símbolo de las conquistas obreras y recordatorio permanente de que los derechos laborales no fueron concesiones gratuitas, sino fruto de una tenaz y organizada resistencia.
Orígenes de la lucha laboral en el Perú
La situación laboral en el Perú a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX reflejaba un panorama de profundas desigualdades. Los trabajadores, en su mayoría artesanos, obreros textiles, panaderos y cargadores de los muelles, realizaban extensas jornadas de entre doce a catorce horas diarias, sin acceso a descanso dominical, seguros de salud ni indemnizaciones por accidente. Las condiciones de precariedad se agravaban por la ausencia de leyes que regularan el trabajo, ya que el Código Civil de la época consideraba la relación laboral como un simple contrato privado, donde el empleador imponía las reglas. Esta situación de explotación fue generando un clima de creciente descontento social, en el que comenzaron a germinar las primeras organizaciones obreras que buscaban no solo mejoras salariales, sino un cambio estructural en la relación entre capital y trabajo (Villantoy Gómez, 2025)).
La influencia de los movimientos internacionales fue fundamental para el despertar de la conciencia obrera en el Perú. Los acontecimientos de Chicago de 1886, donde trabajadores estadounidenses exigieron la jornada de ocho horas y enfrentaron una violenta represión, fueron conocidos en Lima a través de publicaciones anarquistas y sindicales. Las ideas de justicia social, solidaridad internacional y derecho a una vida digna comenzaron a difundirse entre los gremios peruanos. La creación de periódicos como La Protesta y la formación de sindicatos en sectores como el textil, panadero y portuario marcaron un primer intento de organización sistemática de la clase trabajadora. Estos movimientos iniciales, aunque aún dispersos, sentaron las bases para futuras acciones colectivas de mayor envergadura (Batalla, 2024).
A comienzos del siglo XX, las tensiones sociales se intensificaron debido al impacto económico de la Primera Guerra Mundial. Aunque Perú no participó directamente en el conflicto, el comercio internacional sufrió serias alteraciones que afectaron el abastecimiento de productos básicos. La inflación y el encarecimiento de los alimentos esenciales, sin un ajuste proporcional de los salarios, generaron una situación insostenible para los trabajadores urbanos. La frustración y el hambre empujaron a los gremios a intensificar sus demandas, no solo por mejores sueldos, sino también por la reducción de la jornada laboral a ocho horas diarias, un reclamo que comenzaba a articularse con más fuerza y cohesión a través de federaciones obreras en Lima y el Callao (Vargas Sifuentes, 2019).
El camino hacia la gran huelga de 1919 no fue espontáneo. Desde 1918, diversas organizaciones obreras, como la Federación Obrera Local de Lima (FOLL), habían presentado petitorios y realizado paros parciales que fueron ignorados o reprimidos. Los dirigentes sindicales, entre ellos Manuel Caracciolo Lévano, Fausto Navarrete y Delfín Lévano, entendieron que solo una acción coordinada de todo el movimiento obrero podría forzar al Estado a ceder. La huelga general se gestó en medio de asambleas clandestinas, publicaciones sindicales y alianzas con estudiantes universitarios que simpatizaban con la causa obrera. La consigna era clara: conquistar la jornada de ocho horas de manera pacífica pero decidida, resistiendo la presión patronal y gubernamental (Mejía Alvites, 2019).
El papel del gobierno peruano ante la huelga de 1919
La huelga general que estalló en enero de 1919 colocó al gobierno de José Pardo y Barreda frente a una encrucijada sin precedentes. Acostumbrado a un modelo de autoridad conservadora y con una visión paternalista de la sociedad, Pardo inicialmente reaccionó con medidas represivas. La paralización de los principales sectores económicos de Lima y el Callao, como las imprentas, los muelles, las panaderías y los talleres textiles, fue vista como una amenaza directa al orden público. La respuesta inmediata del gobierno fue enviar fuerzas policiales y militares para disolver las concentraciones y restablecer las actividades laborales, en un intento de quebrar la voluntad obrera mediante la intimidación. Sin embargo, el nivel de organización y la solidaridad popular que respaldaban la huelga hicieron que la estrategia represiva fracasara, dejando al Ejecutivo en una posición de creciente aislamiento social (Batalla, 2024).
Con el paso de los días, la presión política y social sobre el régimen de Pardo se volvió insostenible. El miedo a una radicalización mayor —incluso a un estallido violento similar a los movimientos anarquistas y socialistas que se vivían en Europa— llevó al presidente y su gabinete a reconsiderar su postura. Se abrió entonces un proceso de negociación apresurada con los representantes de los gremios más poderosos. Bajo la presión de los acontecimientos, el gobierno decidió emitir el Decreto Supremo que reconocía el derecho de los trabajadores estatales a la jornada laboral de ocho horas. Esta medida, aunque inicialmente limitada al sector público, tuvo un efecto expansivo: las empresas privadas, temerosas de prolongar la crisis, comenzaron a adoptar el mismo horario por presión de sus propios trabajadores (Mejía Alvites, 2019).
No obstante, el reconocimiento oficial de la jornada de ocho horas no fue un acto altruista ni espontáneo del gobierno peruano. Fue el resultado directo de la lucha organizada y de la amenaza latente de un conflicto social de mayores proporciones. José Pardo, pragmático ante la gravedad de la situación, entendió que ceder ante esta demanda clave podía desactivar la movilización obrera sin comprometer completamente la hegemonía del Estado ni abrir la puerta a reformas más profundas. Esta estrategia, si bien exitosa en el corto plazo para calmar los ánimos, no logró borrar el recuerdo de la represión inicial ni la desconfianza que el movimiento obrero mantenía hacia las autoridades. La promulgación de la jornada de ocho horas, lejos de cerrar el ciclo de demandas, impulsó nuevas luchas en los años siguientes por mejoras salariales, seguridad social y derechos sindicales (Mejía Alvites, 2019).
La instauración de la jornada de ocho horas marcó un hito en las relaciones entre el Estado y los trabajadores, impulsando la consolidación del Primero de Mayo como una fecha de reivindicación laboral. Sin embargo, pese al reconocimiento oficial y a las nuevas dinámicas de diálogo obrero-estatal, el clima de inestabilidad social persistió. La huelga de 1919, aunque exitosa en sus principales demandas, dejó abiertas profundas tensiones políticas y sindicales que el gobierno de José Pardo no logró resolver de manera definitiva. En este contexto de descontento y efervescencia social, los acontecimientos desembocarían en un golpe de Estado que alteraría profundamente el escenario político peruano (Villantoy Gómez, 2025).
El golpe de 1919 y su impacto en el movimiento obrero
La estabilidad que el gobierno había intentado consolidar tras las reformas laborales resultó ser transitoria. A mediados de 1919, en un ambiente marcado por el creciente malestar social, las críticas a la gestión presidencial y las pugnas internas dentro del civilismo, Augusto B. Leguía lideró un golpe de Estado que depuso a José Pardo y Barreda. Con el apoyo de sectores militares y de parte de la ciudadanía, Leguía asumió el poder bajo la promesa de reformas profundas que respondieran a las demandas de modernización del país (Batalla, 2024).
Uno de los primeros gestos del nuevo gobierno fue ordenar la liberación de los dirigentes sindicales y de los trabajadores que habían sido detenidos durante las jornadas de protesta obrera. Esta medida fue recibida con entusiasmo por amplios sectores populares, fortaleciendo la imagen de Leguía como un líder dispuesto a escuchar las demandas sociales. La liberación de los prisioneros, además de restituir derechos fundamentales, significó un reconocimiento tácito a la legitimidad de las luchas laborales que habían sacudido al país en meses anteriores (Batalla, 2024).
La llegada de Leguía inauguró un nuevo ciclo político que pretendía reconciliar al Estado con los sectores populares, aunque sin renunciar al control férreo sobre las expresiones sociales más radicales. Bajo su liderazgo se impulsaron algunas medidas de modernización administrativa y reformas que buscaban contener el descontento, pero también se incrementó la vigilancia sobre los movimientos sindicales. Si bien los obreros encontraron mayores espacios para su organización, estos seguían siendo condicionados por los intereses de un Estado que buscaba canalizar las demandas dentro de límites permitidos (Vargas Sifuentes, 2019).
El golpe de 1919, por tanto, no solo significó un cambio de autoridades, sino también una redefinición de la relación entre el Estado y el movimiento obrero. La liberación de los dirigentes sindicales fue un primer paso en una política más pragmática hacia los trabajadores, pero al mismo tiempo dejó claro que cualquier avance dependería de las condiciones impuestas desde el poder. Así se inició una etapa de coexistencia tensa, donde los derechos laborales obtenidos serían defendidos en un terreno político más complejo y vigilado (Villantoy Gómez, 2025).
Referencias
Batalla, C. (24 de Enero de 2024). El Comercio. Obtenido de Reviva cómo se consiguió la jornada de ocho horas en el Perú: un derecho que cumple 105 años: https://elcomercio.pe/archivo-elcomercio/lucha-por-la-jornada-de-8-horas-paros-y-huelgas-generales-en-el-peru-movimiento-obrero-lima-convulsionada-firma-del-decreto-de-la-jornada-de-8-horas-aniversario-de-lima-nnsp-noticia/
Mejía Alvites, C. (24 de Enero de 2019). Otra mirada. Obtenido de 100 años de una larga marcha: https://otramirada.pe/100-a%C3%B1os-de-una-larga-marcha
Vargas Sifuentes, J. (27 de Abril de 2019). El Peruano. Obtenido de La histórica lucha por las 8 horas: https://elperuano.pe/noticia/77983-la-historica-lucha-por-las-8-horas
Villantoy Gómez, A. (28 de Abril de 2025). Infobae. Obtenido de La historia del Día del Trabajo en Perú: desde las huelgas obreras al feriado nacional del 1 de mayo: https://www.infobae.com/peru/2025/04/24/la-historia-del-dia-del-trabajo-en-peru-desde-las-huelgas-obreras-al-feriado-nacional-del-1-de-mayo/