Artículo de información
José Carlos Botto Cayo y Abel Marcial Oruna Rodríguez
7 de noviembre del 2024
La mañana del 31 de mayo de 1970, la ciudad de Yungay vivía un domingo como cualquier otro. Nadie imaginaba que en cuestión de minutos un devastador terremoto sacudiría la región, desatando una gigantesca avalancha del nevado Huascarán que sepultaría para siempre a una próspera ciudad y a miles de sus habitantes. Lo que quedó fue solo el recuerdo de una de las mayores tragedias en la historia del Perú, un desastre que cambió la vida de toda una región y la manera en que el país ve los peligros de la naturaleza.
La historia de Yungay es el relato de una ciudad que desapareció en minutos, pero también es una historia de supervivencia y reconstrucción. De los 25,000 habitantes que tenía la ciudad, solo sobrevivieron 300 personas, la mayoría niños que se encontraban en el circo ese día y algunos pobladores que lograron subir al cementerio en la colina. Hoy, el lugar donde estuvo Yungay es un Campo Santo Nacional, un espacio sagrado que nos recuerda la importancia de entender y respetar las fuerzas de la naturaleza en los Andes peruanos.
Yungay antes de la tragedia: una próspera ciudad al pie del Huascarán
A los pies del imponente nevado Huascarán, la antigua ciudad de Yungay se alzaba como un importante centro urbano de la región Áncash, ubicada a 2,500 metros sobre el nivel del mar. Su posición privilegiada en el valle del río Santa la había convertido en un punto clave para el comercio y la agricultura local, beneficiándose de un clima favorable y tierras fértiles que permitían el desarrollo de diversas actividades agrícolas (Haller, 2010).
La ciudad, situada a 9° 8′ 20″ de latitud sur y 77° 44′ 40″ de longitud oeste, era el hogar de cerca de 5,000 habitantes que vivían en su zona urbana. Su ubicación entre las regiones biogeográficas de yunga y quechua le otorgaba condiciones especiales para el cultivo, con suficientes lluvias y agua proveniente del deshielo glaciar que alimentaba sus campos y sustentaba a su población (Haller, 2010).
Yungay no solo era la capital de su provincia, sino también un centro de actividad cultural y económica que atraía a personas de las comunidades rurales cercanas. Sus calles empedradas, su plaza mayor con sus características palmeras y su catedral eran el orgullo de los yungaínos, quienes habían construido una próspera comunidad a pesar de vivir en una zona de alta actividad sísmica, marcada por la falla de la Cordillera Blanca (Haller, 2010).
Lo que pocos sabían entonces era que la ciudad se había construido sobre depósitos de antiguas avalanchas prehistóricas del Huascarán. La vida transcurría con normalidad mientras los pobladores miraban al nevado como un guardián eterno de su ciudad, sin imaginar que ese mismo gigante de hielo y roca se convertiría en el protagonista de una de las mayores tragedias en la historia del Perú. El comercio florecía, los niños asistían a la escuela y las familias se reunían los domingos en la plaza principal, manteniendo vivas las tradiciones de una ciudad que pronto quedaría solo en la memoria (Haller, 2010).
El día que Yungay desapareció
El domingo 31 de mayo de 1970, a las 3:23 de la tarde, un violento terremoto de 7.7 grados en la escala de Richter sacudió la región Áncash. El movimiento fue tan fuerte que provocó que una enorme losa de hielo y rocas de 800 metros de ancho y 1.2 kilómetros de largo se desprendiera de la cara noreste del nevado Huascarán, iniciando una cadena de eventos que cambiaría para siempre la historia de Yungay (Lliboutry, 1970).
La avalancha, una mortífera mezcla de hielo, nieve, rocas, barro, agua, vegetación y escombros, se precipitó desde las alturas del nevado a una velocidad superior a los 200 kilómetros por hora. Los pobladores apenas tuvieron tiempo de reaccionar ante la inmensa masa que se acercaba. Algunos lograron correr hacia el cementerio, ubicado en una colina, mientras que un grupo de niños que disfrutaba de una función de circo en las afueras de la ciudad también consiguió salvarse. Para el resto de la población, el destino sería trágico, especialmente considerando que era domingo, día de mercado, cuando muchos campesinos de las zonas aledañas habían acudido a la ciudad (Lliboutry, 1970).
En cuestión de minutos, entre 50 y 100 millones de metros cúbicos de material sepultaron la ciudad bajo 20 metros de lodo, rocas y escombros. La plaza mayor, la catedral, las escuelas y los hogares de miles de familias desaparecieron bajo la avalancha. El impacto en términos de vidas humanas fue devastador: se estima que entre 15,000 y 25,000 personas perdieron la vida solo en Yungay y las aldeas cercanas. En total, el terremoto y los aluviones posteriores dejaron más de 70,000 muertos, 140,000 heridos y medio millón de damnificados en toda la región. Las labores de rescate y recuperación de cuerpos se vieron severamente obstaculizadas por el gran tamaño del área devastada y la profundidad a la que quedaron enterrados los pueblos (Lliboutry, 1970).
La magnitud de la destrucción fue tal que solo las copas de cuatro palmeras de la plaza principal quedaron visibles sobre el manto de escombros. En pocas horas, una próspera ciudad había desaparecido completamente bajo toneladas de hielo y rocas, dejando tras de sí un paisaje irreconocible donde antes hubo hogares, escuelas y comercios. La tragedia no solo cambió la geografía del lugar sino que dejó a la región y al país entero conmocionados ante uno de los desastres más devastadores de su historia (Lliboutry, 1970).
La reconstrucción de Yungay: entre la memoria y el futuro
Los sobrevivientes del aluvión de Yungay enfrentaron no solo el dolor de las pérdidas humanas y materiales, sino también la difícil decisión sobre dónde y cómo reconstruir su ciudad. El gobierno peruano propuso inicialmente la reubicación total de Yungay en la zona de Tingua, localizada a 15 kilómetros del lugar del desastre, argumentando que sería una zona más segura para la población. La decisión parecía firme y las autoridades comenzaron a diseñar planes para el traslado masivo de los sobrevivientes, sin considerar inicialmente la opinión de los pobladores que habían sobrevivido a la tragedia (Lavell, 1994).
La resistencia de los sobrevivientes no se hizo esperar. La población rural de la provincia y los pocos habitantes que quedaron con vida se opusieron firmemente al traslado hacia Tingua (Lavell, 1994).
La antigua Yungay quedó consagrada como Campo Santo Nacional, preservando entre el barro y los escombros las cuatro palmeras de la plaza principal que sobresalen como testigos silenciosos de la tragedia. En este lugar sagrado para los yungaínos se decidió mantener intactos los restos de la ciudad como testimonio permanente de una de las mayores tragedias en la historia del Perú. La decisión de preservar este espacio como un memorial fue una forma de honrar a las víctimas y mantener viva la memoria de lo sucedido para las futuras generaciones (Haller, 2010).
El nuevo Yungay comenzó a tomar forma con la construcción de viviendas temporales y la habilitación de servicios básicos. Los primeros meses fueron especialmente difíciles para los sobrevivientes, quienes debieron enfrentar la reconstrucción mientras lidiaban con el trauma de la pérdida (Lliboutry, 1970).
Los ingenieros y arquitectos que participaron en la reconstrucción tuvieron que enfrentarse al desafío de diseñar una ciudad más segura, considerando la geografía y los riesgos naturales de la zona. Se establecieron nuevos criterios de construcción y se realizaron estudios del terreno para evitar zonas de alto riesgo. Los pobladores, por su parte, participaron activamente en la reconstrucción, aportando su mano de obra y conocimientos locales. La nueva Yungay fue tomando forma gradualmente, conservando algunos elementos de la distribución tradicional de la ciudad pero incorporando medidas de seguridad que antes no existían. El espíritu de cooperación entre técnicos y pobladores fue fundamental para lograr una reconstrucción que respetara tanto las necesidades de seguridad como las tradiciones locales (Lavell, 1994).
Las lecciones de Yungay: aprendizajes tras la tragedia
Los desastres revelan las relaciones de poder existentes en una sociedad y el proceso de reconstrucción se convierte en un espacio donde estas dinámicas se manifiestan. El caso de Yungay lo demostró cuando el gobierno decidió inicialmente reubicar la ciudad en Tingua, sin consultar a los sobrevivientes. La resistencia organizada de la población logró modificar esta decisión, evidenciando la capacidad de las comunidades para influir en las decisiones que afectan su futuro (Oliver-Smith, 1995).
La preservación del lugar y el territorio resultó fundamental para mantener la identidad cultural de Yungay. La decisión de declarar el sitio de la antigua ciudad como Campo Santo Nacional, conservando las palmeras de la plaza como elementos históricos, respondió a la necesidad de la población de mantener un espacio físico donde honrar la memoria de las víctimas y procesar el duelo colectivo. Los sobrevivientes transformaron el lugar de la tragedia en un espacio sagrado que hoy sirve como testimonio permanente de lo ocurrido y punto de encuentro para las conmemoraciones anuales (Oliver-Smith, 1995).
El proceso de reconstrucción demostró que la recuperación física debe desarrollarse junto con la recuperación social. Los sobrevivientes reconstruyeron sus viviendas y espacios públicos mientras restablecían los lazos comunitarios rotos por la tragedia. La participación de la población en las decisiones sobre la reconstrucción definió el nuevo Yungay, mostrando la importancia del conocimiento local en la planificación urbana. Los servicios básicos como escuelas, hospital, iglesia y especialmente el mercado actuaron como imanes para atraer a más pobladores, permitiendo que la ciudad recuperara gradualmente su rol como centro comercial y social de la región. La reconstrucción física de la ciudad fue de la mano con la reconstrucción del tejido social que le daba vida (Oliver-Smith, 1995).
Referencias
Haller, A. (2010). Yungay: recent tendencies and spatial perceptions in an andean risk zone. Espacio y Desarrollo, 65-75 .
Lavell, A. (1994). AL NORTE DEL RIO GRANDE. Lima: Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina .
Lliboutry, L. A. (1’70). La catastrophe de Yungay (Pérou) . Actes du Colloque de Moscou, aoüt 1971): IAHS-AISH Pub!. No. 10, 353-363.
Oliver-Smith, A. (1995). Perspectivas antropológicas en la investigación de. Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina, 1-21.